En el mercado se encuentra bajo el nombre Pineberry. Más pequeña que una fresa, tiene los colores invertidos: la carne es blanca y las semillas son rojas.
Y cuando la muerdes sabe a piña como los famosos caramelos de papel azul.
Sin embargo, en la producción no interviene ninguna piña. Este sabor es casual y no está genéticamente modificada. Mientras madura, la fresipiña pasa de verde a blanca y emite un olor muy dulzón similar a la piña.
En Japón, el país que vende frutas perfectas a precio de oro, causan sensación. Allí se empezó a mejorar esa fresa blanca para adaptarla al cánon estético japonés.
La llaman Shiroi Houseki (“Joya blanca”), tiene las semillas doradas y se vende por 10 euros la unidad o 60 euros la docena. Esta variedad es de gran tamaño, sabe a fresa y se compran por docenas para regalar. Por eso las venden en supermercados especializados, donde se encuentran descansando sobre camas de espuma en cajitas a su medida.
Su precio exagerado se debe al cuidado extremo de las condiciones en las que crecen estas fresas, lo que requiere un esfuerzo humano exagerado y multitud de recursos económicos. Además, solamente seleccionan de manera estricta los mejores ejemplares.
Aunque parezca novedad este color blanco, lo cierto es que en América del Sur y en los bosques europeos existen fresas así de pálidas en estado silvestre. Fue en 2003 cuando granjeros holandeses crearon un híbrido cultivable de esta fresa blanca para que fuera más resistente y diera más frutos.
Las fresas blancas empezaron a vender en Europa en 2011 por tuvieron un éxito efímero y pasaron sin pena ni gloria comparando con la fiebre nipona.
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